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  • Nacho Casas

VAGÓN NARANJA




Llegó de París, pero no sobre las alas de una cigüeña, zopilote o avión. No. Viajó durante  días y noches, entre olas, peces y gaviotas, surcando el Atlántico a bordo de un enorme buque. Desmembrado, conoció el calor de altamar y la brisa fresca en medio de la inmensidad. 


Un puerto francés, Marsella, le dijo: aou revoir y le cantó la despedida; un puerto mexicano, Veracruz, le dio la bienvenida y lo recibió con huapangos y marimbas.


En un tren de carga, acompañado de los colores del trópico y el aroma de gardenias, café y hueledenoche, atravesó manglares, cascadas, ríos. Cruzó la neblina perpetua de las Cumbres de Maltrata, que lo trataron bien, por cierto. Miró el asombro del Pico de Orizaba, con curiosidad. Los volcanes Malinche, Popo e Izta vieron sus vidrios, puertas, neumáticos y su cabina de conducción con asombro y curiosidad. El frío de la nieve volcánica lo cautivó. Los llanos de Apan y su olor a pulque le encantaron. Intrincados caminos recorrió desde el Golfo hasta el Altiplano.


Mientras todo esto sucedía, una tropa de hombres, cual topos, escarbaban el acuoso subsuelo de la Ciudad de México para llenarlo de túneles, pasadizos, rieles. Caminos alejados de la luz del día. Albañiles, ingenieros, cargadores, electricistas y hasta antropólogos hurgaban los intestinos de la antigua México Tenochtitlán, que un día si y otro también regalaba a los mexicanos del siglo XX testimonios de su antigua grandeza: esculturas prehispánicas de dioses buenos, figuras de hombres y mujeres, de perros, jaguares, ocelotes. Joyas de oro y obsidiana.


Luego de tan largo viaje llegó a su primer destino: Ciudad Sahagún, ahí fue armado con calma y alegría,  tal y como ensamblan las piezas de un lego chicos y grandes.


Así nació  el protagonista de esta historia: un vagón de metro color naranja. Faltaba un traslado más, ahora a Ciudad de México, su destino final.


En el mes de la patria de 1969, el vagón, decorado con franjas tricolores y el escudo nacional mexicano a sus costados, realizó orgulloso su  primer trayecto sobre los rieles  que corrían de Zaragoza a Chapultepec. Fue ese  el  viaje inicial de los muchos que haría en su larga existencia entre los intestinos de la ciudad capital.


A partir de aquel día, en su interminable andar por el mismo recorrido, Vagón, vio nacimientos, muertes, suicidios, robos, escuchó canciones de amor y despecho, gritos de pregoneros o de damas ofendidas,  vio el  asombro de chicos y grandes así como de quienes se subían por vez primera al moderno sistema de transporte.

Recorrió tantas veces esos túneles, que reconocía fácilmente a cada uno de los durmientes. También a los pasajeros quienes cotidianamente viajaban dentro de él con prisa, amor, fe, necesidad o diversión. Sabía de las nuevas familias de roedores y otras alimañas que habitan el oscuro mundo de luz artificial que sucede en los largos túneles.

  

El siglo XXI llegó. El vagón que recorrió millones de veces el sistema de trasporte colectivo había envejecido. Varias veces fue remodelado. Se le dio mantenimiento durante años, pero una mañana se ordenó que fuera sacado de las vías.

Esa noche realizaría su último viaje. Vagón se resistió. En cada estación que se detenía. Se negaba a continuar. No quería llegar a la última estación. Los recorridos que generalmente hacia en cincuenta minutos, tardaron más de cuatro horas. Causó furia y alboroto entre los usuarios; desconcierto entre los choferes y las autoridades. Cuando llegó a San Antonio Abad, Vagón decidió no moverse más, así que  después de la media noche, fue  jalado por un tren nodriza.  Arribó por fin a la última estación.


A la mañana siguiente, personal especializado con grúas y aparatos lo  sacó de las vías. En un enorme camión de carga lo llevaron al deshuesadero.


Nadie supo por qué, gritos de tristeza profunda salían de las entrañas de la Ciudad de México. Esa noche  mucha gente no pudo dormir  a causa de aquel sonido metálico y carnal que emergía por los respiraderos del metro.


Neumáticos, tornillos, puertas, asientos, vidrios con la leyenda “securité”, fueron quitados con la calma propia de quienes arreglan un muerto fresco.


Cuando quedó únicamente el alma del vagón, ésta se volvió a internar en los túneles, salvando ratas y arrogantes vagones nuevos y se dirigió a la línea dos, rumbo a la estación Panteones.


Ahí, invisible, como son todos los descarnados, esperó varios meses hasta que llegó el ansiado dos de noviembre, fecha en que los descarnados salen de sus tumbas.

Nunca pensó lo que causaría su llegada. Un tumulto de difuntos intentó a toda costa subirse a él para llegar rápida y cómodamente a visitar a sus seres queridos, tomar tequila y comer tamalitos, calabaza en tacha y pan de muerto.


Vagón y los difuntos disfrutaron ese viaje como nunca lo habían hecho. Desde aquel día, nunca falta un finado que se quiera quedar a vivir su muerte en el hospitalario vagón, y de vez en cuando, se escuchan risas, lamentos, cuchicheos y cantos de muertos que recorren, trepados en aquel vagón invisible los oscuros caminos del metro de la Ciudad de México.

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